Por Elena Belenguer
Francisco, de 52 años, reside en las calles de Valencia desde hace siete
años. La esquina de la Plaza Patraix se ha convertido en su hogar improvisado.
Lo que al principio iba a ser su residencia temporal ha acabado siendo su casa
de unos 300 metros cuadrados. Los ladrillos con los que trabajó durante 23 años
como albañil han sido ahora sustituidos por cuatro cartones, dos mantas y un
perro. Francisco es alto y desgarbado, con barba y el pelo recogido en una
coleta. Las deudas, los problemas familiares y las dificultades para
reincorporarse al mercado laboral tras ser despedido de la constructora donde
trabajaba le empujaron a la alcoholemia. La única ayuda que acepta es la del
comedor de Casa de la Caridad. Allí trabaja como voluntario Pablo, un
trabajador social de 25 años que acude al Centro de Día para tratar con las
personas sin techo. Es uno de los 232 voluntarios que colaboran diariamente con
la entidad. Pese a los esfuerzos de Pablo, Francisco no acepta más ayuda que
sentarse en una de las 200 sillas del comedor que Casa de la Caridad tiene en
el Paseo de la Petxina.
En Valencia, hay un total de 80 personas que viven sin techo y no
piden ningún tipo de ayuda. Así lo indica Inma Soriano, trabajadora social y
directora del Centro de Atención a Personas Sin Techo (CAST) del Ayuntamiento
de Valencia, que remarca este como uno de los principales retos: «Son gente con
muchos años de calle y es difícil sacarlos de ahí, sobre todo porque muchos no
quieren y fallecen al no aceptar tratamiento». Atender a las personas sin techo
«es un trabajo difícil, profesional, a medio y largo plazo» que requiere poner
a los indigentes «en contacto con profesionales que les hagan tomar conciencia
de su problema», señala Soriano. La directora añade que «a pesar de no haber
aumentado el número de indigentes, sí que lo he hecho el de personas que piden
ayuda ante la falta de recursos».
Según el VI Informe FOESSA publicado en 2014, el 26% de los hogares en
la Comunidad Valenciana se encuentra en exclusión social. La nacionalidad de
países no pertenecientes a la Unión Europea, el desempleo de larga duración o
la etnia gitana son las principales causas de exclusión en España. En la
Comunidad Valenciana, son más de 1,5 millones las personas que se ven afectadas
por los procesos de exclusión. La presencia de valencianos que acude a
comedores sociales aumentó un 30% en 2013, según los últimos registros de Casa
de la Caridad, que llegó a repartir un total de 376.544 raciones de comida
durante ese año.
La población de indigentes, por su parte, es «estable» y el CAST
asegura que está «controlada por los servicios sociales». Inma Soriano indica
que el verdadero problema es el «deterioro» de los sin techo. Los casos
extremos desembocan en «fallecimiento». Las últimas muertes de indigentes
registradas en Valencia han sido atribuidas a olas de frío y calor. Sin
embargo, según la directora del CAST, conocían a las personas fallecidas: «No
murieron a causa del frío. No aceptaban el tratamiento». La comunidad de
personas sin techo se compone de individuos con problemas sanitarios, normalmente
relacionados con la salud mental, y de adicciones, como la alcoholemia y la
drogodependencia. Desde el centro de atención del Ayuntamiento, se encuentran
numerosos casos en los que «una persona con una enfermedad mental no es
consciente de su problema y vive en la calle, suponiendo un riesgo para él
mismo y para los demás». Se trata de «casos difíciles», pero «trabajables» si
la persona es detectada y sigue un tratamiento a lo largo del tiempo.
Las armas que tiene el CAST, el único servicio público en Valencia de
ayuda a los indigentes con sede en el Barrio del Carmen, son el trabajo de
calle en colaboración con la Brigada X4 de la Policía Local y un primer análisis
del estado del sujeto y la atención básica. «Pero este solo es el primer paso,
un parcheo, a partir del cual
ofrecemos unos mínimos de seguridad y protección», explica la directora. A los
nueve policías vinculados al centro, se suman cuatro trabajadores sociales y un
equipo sanitario de tres personas que actúan bajo la dirección de Inma Soriano.
La financiación llega desde la partida de Bienestar Social del Ayuntamiento de
Valencia, y la cifra alcanza los 3.877,03 millones de euros. Pese a que Soriano
afirma que es «suficiente», desde el centro social demandan «un espacio más
especializado en el que atender de forma más concreta e individualizada las
necesidades de cada persona». Actualmente cuentan con un albergue de setenta
plazas donde hacen la «primera toma de contacto con los sin techo» , mediante entrevistas individualizadas y seguimiento de
cada caso.
Del Barrio del Carmen nos trasladamos al kilómetro tres de la
carretera Pla de Quart, en Aldaia, donde se encuentra el centro de acogida católico
Ciudad de las Esperanza. Desde allí también
defienden un tratamiento especializado para ayudar a las personas que viven en
la calle. El centro, dirigido por Vicente Aparicio, colabora con el
Ayuntamiento de Valencia y acoge a varones enviados desde el CAST, así como a
otros remitidos desde los servicios sociales municipales, parroquias o por la
iniciativa de los propios trabajadores del centro. A diferencia del servicio
público, Ciudad de la Esperanza «crea una comunidad», según el director, en la
que los usuarios residen en un entorno que estimula la convivencia y simula una
auténtica ciudad con bungalós, comedor, sala de juegos y teatro. Además, la
asociación tiene los suficientes recursos para ofrecer un programa específico e
individual para la reinserción social y laboral.
Aparicio advierte de la «vulnerabilidad de las personas que acuden al
centro». Se repite así el perfil de personas con problemas de salud y
adicciones, incluso se observan casos que presentan características específicas,
como conflictos de violencia de género o desempleados de larga duración. Sin
embargo, en Ciudad de la Esperanza «cualquiera no puede ser atendido». Aquellos
que solicitan la residencia deben pasar una evaluación para detectar si
necesitan acudir a otro tipo de centro, como por ejemplo a uno psiquiátrico. Como
comunidad, los residentes deben cumplir una serie de normas marcadas desde la
dirección: no se permite el consumo de alcohol y los usuarios deben participar
en los talleres.
Los programas de formación y reinserción son el punto fuerte del
centro para ayudar a los sin techo. Sin embargo, esta fortaleza se convierte en
un inconveniente. El principal problema de Ciudad de la Esperanza es conseguir
atraer a las personas que viven en la calle porque muchas de ellas «no son
conscientes de su dolencia» y las actividades en el centro requieren, según
Aparicio, de mucho «esfuerzo personal» por parte de los usuarios. Actualmente,
el centro está al 60% de su ocupación.
Susi Mora, asesora de la dirección del centro, cuenta la historia de
Fatis, un joven que ingresó en el centro y que, tras varios años de trabajo,
inició sus estudios de moda y confección y presentó su propia colección en un
programa de televisión el pasado mes de febrero. Fatis demuestra que la
reinserción social es posible para los sin techo.
En los últimos meses, se ha extendido entre la población la percepción
de un aumento de personas que viven en la calle y de gente con menos recursos.
Esto ha fomentado la aparición de iniciativas ciudadanas: «Ayudar está de
moda». Inma Soriano señala que hay «muchísima gente que sale a la calle a dar
comida a los indigentes, pero que parten de un desconocimiento de la realidad
total». Cada domingo a las siete de la tarde, la Calle Amadís de Gaula, entre
la Universidad Politécnica y el barrio de la Malvarrosa, comienza a llenarse de
los voluntarios que acuden para repartir alimentos y ofrecer un trato amigo a
los sin techo. Bajo el lema «Humanizar la asistencia social que prestamos», la
asociación Amigos de la Calle realiza una labor de ayuda material y emocional
con los pocos recursos de los que disponen: la falta de un local adecuado, que
llevan pidiendo desde su creación, hace que tengan que cocinar en las casas de
los socios. «La situación económica de la asociación es insostenible a largo
plazo». Así lo indican desde Amigos de la Calle, que se financia gracias a la
cuota mensual de veinte euros que paga cada socio y de las donaciones que
reciben.
Pese a que el sueño de la asociación es «revertir la situación de las
personas que viven en la calle», como indica su secretaria Carmen Allendes, desde
los centros especializados como el CAST critican que estas prácticas implican
«volver al asistencialismo, a no ir a las causas». Inma Soriano destaca que es
«necesario poner a los indigentes en contacto con alguien que les haga tomar
conciencia de su problema». «Muchos tienen problemas de rechazo a la sociedad»,
señala Vicente Aparicio, «y nosotros lo que queremos es que se encuentren a sí
mismos y encajen en el medio social donde están». El trabajo de las iniciativas
ciudadanas, como Amigos de la Calle, supone un «edulcorante a la realidad
social», pero su labor de ayuda a los sin techo puede suponer «un riesgo para
su evolución de futuro», como afirman desde el CAST.
La percepción distorsionada de la ciudadanía respecto al aumento de la
comunidad de indigentes residente en las calles de Valencia ha activado las
alarmas. Las muertes de cuatro indigentes este invierno y otros dos durante el
mes de mayo han aparecido en la prensa bajo titulares como «Muere el segundo
indigente en 48 horas en plena ola de frío en Valencia», en ABC, o «Hallan muertos a dos indigentes
en la calle en solo media hora en Valencia y Xirivella», en Levante-EMV. A través de estas
informaciones se contribuye a intensificar el trabajo de calle a través de
iniciativas ciudadanas. Y ya no solo eso, sino que también fomentan el
comportamiento de personas no vinculadas a ninguna organización que dan limosna
o compran comida por su cuenta a las personas que se encuentran en la calle:
«Así se está reforzando la conducta de los indigentes, motivándoles a llevar
una vida autónoma y no acudir a los centros de ayuda», remarca Soriano.
Francisco gasta la limosna que recibe en comida para
su perro y bricks de vino barato.
Solo se levanta de sus cartones para acudir al comedor social de Casa de la
Caridad. Este martes, el menú consiste en un plato de lentejas con chorizo y
una ración de arroz. Los voluntarios, entre los que se encuentra Pablo, le
ofrecen quedarse en uno de los talleres que organizan en el Centro de Día.
Pero, una vez más, Francisco rechaza participar en las actividades que realizan.
Sus negativas a recibir tratamiento por su problema de alcoholismo y la ayuda
que necesita para reintegrarse en la sociedad le convierten en un sin techo,
por el momento, permanente. Termina de comer y vuelve a la Plaza Patraix. La
calle se ha convertido en su casa.
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